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El calor del aula: Mi aventura prohibida con la chica nueva

Introducción: El día que todo cambió

Era un jueves cualquiera en la universidad, de esos en los que el sol pega fuerte por las ventanas y el aire acondicionado apenas funciona. Yo estaba sentado en la última fila del aula, aburrido, garabateando en mi cuaderno, cuando ella entró. La chica nueva. Pelo oscuro cayendo en ondas sobre los hombros, una falda corta que dejaba poco a la imaginación y una mirada que decía más de lo que sus labios callaban. Desde ese momento, supe que algo iba a pasar. No sé si fue el calor, el aburrimiento o el roce accidental de su brazo contra el mío cuando pasó a mi lado, pero mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza.


La chispa inicial

El profesor seguía hablando de ecuaciones diferenciales o alguna mierda que a nadie le importaba. Ella se sentó dos filas adelante, cruzó las piernas y empezó a juguetear con su bolígrafo. Cada tanto giraba la cabeza, como si supiera que la estaba mirando. Y sí, la estaba mirando. Sus muslos apretados bajo la tela, el modo en que se mordía el labio mientras tomaba apuntes… era como si me estuviera provocando sin decir una palabra.

Pasaron los minutos y, de repente, me lanzó una nota doblada. La abrí con disimulo: “Hace calor aquí, ¿no?”. Sonreí. Era una invitación, y yo no soy de los que dicen que no. Le escribí de vuelta: “Demasiado. ¿Qué hacemos al respecto?”. Cuando ella leyó mi respuesta, giró la cabeza y me clavó esos ojos oscuros. Fue como gasolina en un incendio.


El encuentro: Donde las palabras sobran

Después de clase, la seguí hasta el pasillo. No hizo falta hablar mucho. “Hay un baño al fondo que nadie usa”, murmuró, y eso fue todo lo que necesité. El lugar estaba vacío, olía a desinfectante barato y las luces parpadeaban, pero no importaba. Cerramos la puerta con pestillo y de pronto sus manos estaban en mi camisa, arrancándome los botones con una urgencia que me dejó sin aliento.

La empujé contra la pared, mis dedos deslizándose bajo su falda mientras ella gemía bajito en mi oído. Estaba húmeda, caliente, y no perdió tiempo en desabrocharme el cinturón. “Rápido”, susurró, y no hizo falta más. La levanté contra el lavamanos, sus piernas envolviéndome, y entré en ella con una fuerza que nos hizo jadear al mismo tiempo. El sonido de su respiración entrecortada, el choque de nuestros cuerpos, el riesgo de que alguien entrara… todo se mezclaba en una locura que no podía parar.

Ella clavó las uñas en mi espalda, susurrando cosas sucias que no voy a olvidar nunca. “Más fuerte”, me decía, y yo obedecía como si mi vida dependiera de eso. Nos movíamos como animales, sudorosos, desesperados, hasta que sentí que se tensaba a mi alrededor, temblando, y yo terminé justo después, con un gruñido que apenas pude contener.


El aftermath: Silencio y promesas

Nos quedamos ahí un segundo, respirando agitados, con la ropa desordenada y el corazón a mil. Ella se bajó del lavamanos, se ajustó la falda y me dio una sonrisa torcida. “No está mal para un jueves”, dijo antes de salir como si nada hubiera pasado. Yo me quedé mirando la puerta, todavía oliendo su perfume en el aire, preguntándome si esto sería algo de una vez o el inicio de algo más grande.

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