La Noche que Cruzamos la Línea
Soy Matías, tengo 20 años ahora, pero esto pasó cuando tenía 18. Era verano, de esos que te derriten hasta los huesos, y mi vida era un desastre: recién había terminado el colegio, no tenía idea de qué hacer y mis viejos me tenían harto con sus sermones. Vivíamos en una casa grande, mis padres, mi hermana mayor, Clara, y yo. Clara tenía 21 entonces, y siempre había sido la típica hermana que manda, que organiza todo y que, de paso, te hace sentir como un idiota sin esforzarse. Pero también era guapa, joder, demasiado guapa: pelo largo castaño, ojos verdes que te perforan y un cuerpo que, aunque intentara no notarlo, era imposible ignorar.
Ese verano, mis viejos se fueron diez días a un viaje de trabajo. Nos dejaron solos en casa con una lista de reglas y un “pórtense bien” que sonó más a amenaza que a consejo. Clara, como siempre, se puso en modo jefa: “Vos limpiás, yo cocino, y no hagas cagadas”. Yo asentía, pero en el fondo me importaba poco. Los primeros días fueron normales: ella en su mundo, yo en el mío, jugando Play o viendo series hasta las tantas.
Todo cambió la cuarta noche. Era viernes, y el calor era insoportable, de esos que te pegan la ropa a la piel. Yo estaba en mi cuarto, en bóxer, con el ventilador a full cuando Clara entró sin tocar. Llevaba una remera suelta y unos shorts diminutos, el pelo mojado de haberse duchado. “Hace demasiado calor para dormir, bajá al living”, dijo, como si fuera una orden. Bajé detrás de ella, medio zombie, y la encontré tirada en el sillón con una botella de vino que había sacado de la cava de papá. “¿Querés?”, me ofreció, alzando una ceja. No suelo tomar, pero dije que sí porque no quería quedar como el hermanito débil.
Nos pusimos a hablar mierda, primero de la familia, luego de pelis, y al rato ya íbamos por la segunda botella. El vino me pegó rápido, y a ella también, porque empezó a reírse más fuerte y a mirarme raro. En un momento, se estiró en el sillón y su remera se levantó un poco, dejando ver su cintura. Intenté no mirar, pero ella se dio cuenta y soltó: “¿Qué pasa, te da vergüenza o te gusta?”. Me quedé helado, pero el alcohol me soltó la lengua: “No soy ciego, Clara”. Se rió, pero no como burla, sino como si le hubiera gustado la respuesta.
No sé quién dio el primer paso. Creo que fue ella, porque de repente estaba más cerca, con esa mirada que no te deja escapatoria. “Esto es una locura, Matías”, murmuró, pero no se alejó. Yo tampoco. La besé, torpe, con el corazón en la garganta, esperando que me empujara y me gritara. Pero no lo hizo. Me devolvió el beso con fuerza, como si lo hubiera estado guardando hace tiempo. Sus manos se metieron debajo de mi camiseta, y yo la agarré por la cintura, tirándola más cerca.
Todo se descontroló en segundos. Le saqué la remera, ella me arrancó el bóxer, y terminamos en el suelo del living, sobre la alfombra que mamá siempre decía que cuidáramos. No había delicadeza ni romanticismo; era puro instinto. Sus uñas se me clavaron en la espalda mientras yo la apretaba contra mí, sudando como loco. Ella gemía bajito, mordiéndose el labio para no hacer ruido, pero a veces se le escapaba un grito que me volvía loco. Me subí encima, y ella me guió con las manos, moviéndose debajo de mí como si supiera exactamente cómo romperme. Fue rápido, desordenado, y terminé antes de lo que quería, pero ella siguió hasta que se tembló entera y se quedó quieta, respirando pesado.
Nos quedamos ahí un rato, en silencio, con el ventilador zumbando de fondo. El vino, el calor, el subidón, todo se mezclaba en mi cabeza. Ella se levantó primero, se puso la remera y me miró seria. “Esto no pasó, ¿entendés?”, dijo, con un tono que no admitía réplica. “Nunca”, contesté, todavía mareado. Se fue a su cuarto, y yo me quedé tirado, mirando el techo, preguntándome qué carajo había hecho.
Los días siguientes fueron raros. Actuábamos normal, como si nada, pero había una tensión que no se iba. Ella me esquivaba la mirada, y yo no sabía cómo mirarla sin que se me notara todo. Mis viejos volvieron, la rutina volvió, y nunca hablamos de eso. A veces pienso en esa noche y me siento culpable, pero también sé que no la cambiaría. Fue mi primera vez, y aunque no debería haber sido con Clara, fue real, intensa, y me marcó de una forma que no puedo explicar.
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