Mi Primera Vez en el Galpón: Un Relato Real de Veran
Soy Lucas, y esto pasó cuando tenía 19 años, hace tres veranos. Todavía lo pienso y me da un vuelco el estómago, no sé si por vergüenza o porque fue tan intenso que no lo puedo sacar de mi cabeza. Todo empezó en julio, cuando mis padres me mandaron a pasar unas semanas con mis tíos en su casa de campo, a unas dos horas de la ciudad. Querían que “despejara la mente” después de un semestre horrible en la universidad. Yo no tenía ganas, pero no me dieron opción.
Mis tíos tienen una hija, Sofía, mi prima. Ella tenía 21 entonces, dos años mayor que yo, y siempre había sido esa chica que te hace girar la cabeza sin querer. No era solo que estuviera buena —que lo estaba, con ese cuerpo bronceado, piernas largas y una sonrisa que te desarma—, sino que tenía una vibra de “me importa una mierda lo que pienses”. Nos llevábamos bien de chicos, pero desde que crecimos apenas nos veíamos, así que no sabía qué esperar.
Llegué un viernes por la tarde. Mis tíos me recibieron con abrazos y un montón de comida, pero se notaba que estaban apurados. Me contaron que al día siguiente se iban a un viaje de trabajo por una semana y que Sofía se quedaría a cargo de la casa. “Tú la ayudas con lo que necesite, ¿eh?”, dijo mi tía mientras me pasaba una gaseosa. Yo asentí, aunque en mi cabeza solo quería tirarme a ver series y olvidarme del mundo.
Esa noche, después de que se fueron a dormir, Sofía apareció en la sala donde yo estaba zapeando en la tele. Llevaba una camiseta vieja que le quedaba grande y unos shorts que dejaban poco a la imaginación. Se tiró en el sillón a mi lado, con una cerveza en la mano, y me miró de reojo. “¿Qué, te mandaron a babysittearme o qué?”, dijo riéndose. Le contesté que no, que era más bien al revés, y empezamos a hablar mierda, como en los viejos tiempos. Me ofreció una birra y, aunque no suelo tomar mucho, dije que sí.
Al día siguiente, mis tíos se fueron temprano. El sol pegaba fuerte y la casa estaba silenciosa. Me levanté tarde, tipo once, y encontré a Sofía en la cocina, sudando mientras intentaba arreglar una licuadora que se había jodido. “Necesito ayuda, inútil”, me dijo sin siquiera mirarme. Me acerqué, medio dormido, y traté de echarle una mano, pero ella se movía por todos lados, rozándome sin querer —o eso pensaba yo—. En un momento, mientras forcejeábamos con el cacharro, su mano se quedó un segundo de más en mi brazo y me miró fijo. “¿Qué pasa, te pongo nervioso?”, dijo con esa voz medio burlona que usaba siempre. Me reí como idiota y dije que no, pero mi cara seguro me delató.
Esa tarde, después de comer, me pidió que la ayudara a mover unas cosas en el galpón de atrás. Era un lugar polvoriento, lleno de trastos viejos, y hacía un calor del demonio. Ella estaba en una musculosa ajustada y shorts, el pelo recogido en una coleta desordenada, y yo no podía concentrarme en nada. Mientras cargábamos unas cajas, se agachó justo enfrente de mí, y juro que casi se me cae lo que tenía en las manos. Ella lo notó, claro, y se dio vuelta con una sonrisa pícara. “¿Qué mirás tanto, Lucas?”, dijo, y yo me puse rojo como tomate. “Nada, el paisaje”, solté, tratando de sonar cool, pero salió patético.
No sé cómo pasó, pero el aire se puso pesado. Ella se acercó despacio, todavía con esa sonrisa, y me dijo: “Si vas a mirar, al menos hacelo bien”. Antes de que pudiera procesarlo, me empujó contra una pila de cajas y me plantó un beso. No fue suave ni tímido; fue como si me quisiera arrancar el alma por la boca. Mi cabeza explotó. Era mi prima, sí, pero en ese momento no me importó una mierda. Le devolví el beso con todo, torpe al principio, pero después dejé que el instinto tomara el control.
Nos tropezamos con unas cosas y caímos sobre un colchón viejo que estaba tirado ahí. Le saqué la musculosa de un tirón, y ella me arrancó la remera como si tuviera prisa. Sus manos estaban por todos lados, y yo no sabía ni dónde poner las mías. Tocarla era como tocar fuego: su piel estaba caliente, sudada, y cada vez que gemía bajito se me iba la cabeza. Me bajó el pantalón con una mezcla de fuerza y desesperación, y yo hice lo mismo con sus shorts. No había tiempo para pensar, solo para sentir.
Fue mi primera vez, y no fue como en las películas. No hubo música ni mierda romántica. Fue crudo, rápido, desordenado. Ella se subió encima de mí, moviéndose como si supiera exactamente lo que hacía, y yo traté de seguirle el paso, agarrándola de las caderas mientras el colchón chirriaba debajo. El calor del galpón, el polvo, el sudor, todo se mezclaba con su respiración acelerada y mis jadeos. No duré mucho —qué vergüenza admitirlo—, pero ella no paró hasta que terminó también, temblando encima de mí con un gritito que se me grabó en la memoria.
Cuando todo acabó, nos quedamos ahí, tirados, respirando como si hubiéramos corrido una maratón. El silencio era raro, pero no incómodo. Ella se levantó primero, se puso la ropa y me miró con cara de “esto pasó y punto”. “No le contás a nadie, ¿eh?”, dijo, igual que si me pidiera que no dijera que se comió el último pedazo de pizza. “Nunca”, respondí, todavía en shock. Se fue caminando hacia la casa como si nada, y yo me quedé un rato más, mirando el techo del galpón, preguntándome qué carajo había pasado.
Esa semana seguimos como si no hubiera pasado nada. Hablábamos, comíamos juntos, veíamos tele. Pero cada tanto me miraba de una forma que me hacía hervir la sangre, y yo sabía que ella también lo recordaba. Nunca más lo hicimos, y nunca lo hablamos. Mis tíos volvieron, yo me fui a casa, y la vida siguió. Pero cada verano, cuando huelo el calor seco o paso por un galpón, me acuerdo de Sofía y de esa primera vez que me marcó para siempre.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!