El fin de semana que cambió todo con Lucía
Soy Pablo, tengo 22 años y estudio ingeniería en la universidad. Mi vida es bastante normal: clases, trabajos en grupo, alguna salida con amigos los viernes. Pero los fines de semana, cuando voy al pueblo a casa de mi abuela, todo cambia. Ahí está Lucía, mi prima, 19 años, estudiante de psicología, con esa mezcla de inocencia y provocación que siempre me ha descolocado. No es solo que sea guapa —que lo es, con su pelo castaño largo y esos ojos que te atraviesan—, es cómo me hace sentir cuando está cerca. Y lo que pasó el verano pasado cruzó una línea que nunca imaginé cruzar.
Fue un sábado de julio, de esos días tan calurosos que el aire parece pegarse a la piel. Mi abuela se había ido al mercado del pueblo, mis tíos estaban en el campo trabajando, y la casa estaba en silencio, solo se oía el zumbido de un ventilador viejo en el salón. Lucía y yo estábamos en el porche, sentados en unas sillas de plástico gastadas, con un par de cervezas que ella había sacado del fondo de la nevera. “Si nos pillan, diré que fue idea tuya”, bromeó mientras me pasaba una botella helada. Yo reí y le seguí el juego, como siempre. Hablamos de tonterías al principio: sus clases, mis exámenes, lo aburrido que era el pueblo. Pero poco a poco, el tono cambió.
Ella se acercó más, apoyando los codos en la mesa que nos separaba, y me miró fijo. “¿Nunca te has preguntado cómo sería si no fuéramos primos?”, soltó de repente. Me quedé helado, con la botella a medio camino de la boca. No supe qué decir, pero mi silencio habló por mí. Ella sonrió, esa sonrisa traviesa que me ponía nervioso, y puso su mano en mi rodilla. “No seas tan serio, Pablo”, dijo, y antes de que pudiera procesarlo, se inclinó y me besó. Fue un beso corto, casi tentativo, como si estuviera probando el terreno. Pero cuando vio que no me aparté, volvió a por más, esta vez más profundo, con su lengua buscando la mía. Mi cabeza gritaba que parara, que esto estaba mal, pero mi cuerpo no escuchaba.
“Ven”, susurró, levantándose y tomándome de la mano. La seguí como hipnotizado hasta su cuarto, al fondo del pasillo. La puerta apenas cerró tras nosotros cuando ella me empujó contra la pared y empezó a besarme el cuello, sus manos levantándome la camiseta. Sentí su respiración caliente en mi piel, y mis manos, casi por instinto, bajaron a su cintura, deslizándose bajo su top corto. Su piel estaba suave, cálida, y cuando le quité la camiseta, vi sus pechos pequeños pero firmes, libres del sujetador que no llevaba por el calor. No pude evitar tocarlos, primero con cuidado, luego más decidido, mientras ella gemía bajito y se apretaba contra mí.
Nos movimos a la cama, un colchón viejo que crujió bajo nuestro peso. Ella se puso encima, desabrochándome el cinturón con dedos rápidos y ansiosos. “Siempre quise hacer esto contigo”, confesó mientras bajaba mis jeans y mi bóxer de un tirón. Sentí el aire fresco un segundo antes de que su boca me envolviera, cálida y húmeda, moviéndose despacio al principio, luego más rápido. Tuve que apretar los dientes para no gritar, porque cada roce de su lengua me llevaba al límite. No duré mucho así; le pedí que parara antes de perderme del todo.
Entonces me tocó a mí. La tumbé en la cama, le quité los shorts y la ropa interior en un solo movimiento. Estaba desnuda frente a mí, con esa mezcla de vulnerabilidad y deseo que me volvía loco. Besé su cuello, bajé por su pecho, deteniéndome en sus pezones hasta que la oí jadear, y seguí descendiendo. Cuando llegué entre sus piernas, ella se estremeció al primer contacto de mi lengua. Sabía dulce, y sus gemidos se hicieron más fuertes mientras mis manos agarraban sus caderas para mantenerla en su sitio. No paré hasta que su cuerpo se tensó y un grito ahogado escapó de su garganta.
No hubo pausa. Ella me jaló hacia arriba, me besó con urgencia y me guio dentro de ella. Estaba tan húmeda que entré sin esfuerzo, y los dos soltamos un gemido al mismo tiempo. Empecé despacio, sintiendo cada centímetro, pero ella me pidió más, clavándome las uñas en la espalda. “Más fuerte, Pablo”, susurró, y perdí el control. La cama chirriaba como loca, el calor nos hacía sudar, y el sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba el cuarto. Fue intenso, rápido, casi desesperado. Cuando terminé, ella temblaba debajo de mí, y nos quedamos ahí, jadeando, sin decir nada por un rato.
Desde ese día, cada visita al pueblo es una excusa para repetir. A veces es rápido, en el baño o el granero; otras, nos tomamos nuestro tiempo cuando la casa está vacía. Nadie sospecha nada, o eso creo. Pero vivo con el corazón en la garganta, esperando el próximo fin de semana, sabiendo que esto no debería pasar, pero incapaz de parar.
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